
*El sentido del amor:
El amor constituye la única manera de aprehender a otro ser humano en lo más profundo de su personalidad. Nadie puede ser totalmente conocedor de la esencia de otro ser humano si no le ama. Por el acto espiritual del amor se es capaz de ver los trazos y rasgos esenciales en la persona amada; y lo que es más, ver también sus potencias: lo que todavía no se ha revelado, lo que ha de mostrarse. Todavía más, mediante su amor, la persona que ama posibilita al amado a que manifieste sus potencias. Al hacerle consciente de lo que puede ser y de lo que puede llegar a ser, logra que esas potencias se conviertan en realidad.
En logoterapia, el amor no se interpreta como un epifenómeno de los impulsos e instintos sexuales en el sentido de lo que se denomina sublimación. El amor es un fenómeno tan primario como pueda ser el sexo. Normalmente el sexo es una forma de expresar el amor. El sexo se justifica, incluso se santifica, en cuanto que es un vehículo del amor, pero sólo mientras éste existe. De este modo, el amor no se entiende como un mero efecto secundario del sexo, sino que el sexo se ve como medio para expresar la experiencia de ese espíritu de fusión total y definitivo que se llama amor.
Un tercer cauce para encentar el sentido de la vida es por vía del sufrimiento.
*Ausencia de sentimentalismo:
En la mayoría de los prisioneros, la vida primitiva y el esfuerce de tener que concentrarse precisamente en salvar el pellejo llevaba a un abandono total de lo que no sirviera a tal propósito, lo que explicaba la ausencia total de sentimentalismo en los prisioneros. Esto lo experimenté por mí mismo cuando me trasladaron desde Auschwitz a Dachau. El tren que conducía a unos 2000 prisioneros atravesó Viena. Era a eso de la medianoche cuando pasamos por una de las estaciones de la ciudad. Las vías nos acercaban a la calle donde yo nací, a la casa donde yo había vivido tantos años, en realidad hasta que caí prisionero. Éramos cincuenta prisioneros en aquel vagón, que tenía dos pequeñas mirillas enrejadas. Tan solo había sitio para que un grupo se sentara en cuclillas en el suelo, mientras que el resto —que debía permanecer horas y horas de pie— se agolpaba en torno a los ventanucos. Alzándome de puntillas y mirando desde atrás por encima de las cabezas de los otros, por entre los barrotes de los ventanucos, tuve una visión fantasmagórica de mi ciudad natal. Todos nos sentíamos más muertos que vivos, pues pensábamos que nuestro transporte se dirigía al campo de Mauthausen y sólo nos restaban una o dos semanas de vida. Tuve la inequívoca sensación de estar viendo las calles, las plazas y la casa de mi niñez con los ojos de un muerto que volviera del otro mundo para contemplar una ciudad fantasma. Varias horas después, el tren salió de la estación y allí estaba la calle, ¡mi calle! Los jóvenes que ya habían pasado años en un campo de concentración y para quienes el viaje constituía un acontecimiento escudriñaban el paisaje a través de las mirillas. Les supliqué, les rogué que me dejasen pasar delante aunque fuera sólo un momento. Intenté explicarles cuánto significaba para mí en este momento mirar por el ventanuco, pero mis súplicas fueron desechadas con rudeza y cinismo: “¿Qué has vivido ahí tantos años? Bueno, entonces ya lo tienes demasiado visto.”
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